Lucas 6:37-49
No juzgar a los demás
»No juzguen a nadie, y no se les juzgará. No condenen, y no se les condenará. Perdonen, y se les perdonará. Den, y se les dará: se les echará en su bolsa una medida llena, apretada, sacudida y desbordante. Con la medida con que midan a otros, se les medirá a ustedes».
También les contó esta parábola: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en el hoyo? El alumno no es superior a su maestro. Pero todo el que haya completado su aprendizaje llegará a saber tanto como su maestro.
»¿Por qué te fijas en la astilla que tiene tu hermano en el ojo y no le das importancia a la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame sacarte la astilla del ojo”, cuando tú mismo no te das cuenta de la viga en el tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu propio ojo. Entonces verás con claridad para sacar la astilla del ojo de tu hermano.
El árbol y su fruto
»Ningún árbol bueno da fruto malo; tampoco da buen fruto el árbol malo. A cada árbol se le reconoce por su propio fruto. No se recogen higos de los espinos ni se cosechan uvas de las zarzas. El que es bueno, de la bondad que atesora en el corazón produce el bien. Pero el que es malo, de su maldad produce el mal. Pues de lo que abunda en el corazón habla la boca.
Dos clases de personas
»¿Por qué me llaman ustedes “Señor, Señor”, y no hacen lo que les digo? Voy a decirles a quién se parece todo el que viene a mí, oye mis enseñanzas y las pone en práctica. Se parece a un hombre que, al construir una casa, cavó bien hondo y puso el cimiento sobre la roca. Cuando vino una inundación, la corriente golpeó aquella casa. Pero no pudo ni siquiera hacerla tambalear, porque estaba bien construida. Pero el que oye mis palabras y no las pone en práctica se parece a un hombre que construyó una casa sobre tierra y sin cimientos. Tan pronto como la golpeó la corriente, la casa se derrumbó, y el desastre fue terrible».
Lucas 7:1-10
La fe del capitán romano
Cuando terminó de hablar al pueblo, Jesús entró en Capernaúm. Había allí un capitán del ejército romano cuyo siervo, a quien él estimaba mucho, estaba enfermo, a punto de morir. Como oyó hablar de Jesús, el capitán mandó a unos líderes de los judíos a pedirle que fuera a sanar a su siervo. Cuando llegaron ante Jesús, le rogaron con insistencia:
―Este hombre merece que le des lo que te pide. Aprecia tanto a nuestra nación que nos ha construido una sinagoga.
Así que Jesús fue con ellos. No estaba lejos de la casa cuando el capitán mandó unos amigos a decirle:
―Señor, no te tomes tanta molestia, pues no merezco que entres a mi casa. Por eso ni siquiera me atreví a presentarme ante ti. Pero, con una sola palabra que digas, quedará sano mi siervo. Pues yo mismo soy un hombre que obedezco órdenes superiores y, además, tengo soldados bajo mi autoridad. Le digo a uno “ve”, y va, y al otro “ven”, y viene. Le digo a mi siervo “haz esto”, y lo hace.
Al oírlo, Jesús se asombró de él y, volviéndose a la gente que lo seguía, comentó:
―Les digo que ni siquiera en Israel he encontrado a nadie que tenga tanta fe.
Al regresar a casa, los enviados encontraron sano al siervo.