1 Samuel 29:1-11, 1 Samuel 30:1-31, 1 Samuel 31:1-13 NVI

1 Samuel 29:1-11

Los filisteos desconfían de David

Los filisteos reunieron a todas sus tropas en Afec. Los israelitas, por su parte, acamparon junto al manantial que está en Jezrel. Los jefes de los filisteos avanzaban en compañías de cien y de mil soldados, seguidos de Aquis y de David y sus hombres.

—Y estos hebreos, ¿qué hacen aquí? —preguntaron los comandantes filisteos.

Aquis respondió:

—¿No se dan cuenta de que este es David, quien antes estuvo al servicio de Saúl, rey de Israel? Hace ya más de un año que está conmigo, y desde el primer día que se unió a nosotros no he visto nada que me haga desconfiar de él.

Pero los comandantes filisteos, enojados con Aquis, le exigieron:

—Despídelo; que regrese al lugar que le diste. No dejes que nos acompañe en la batalla, no sea que en medio del combate se vuelva contra nosotros. ¿Qué mejor manera tendría de reconciliarse con su señor, que llevándole las cabezas de estos soldados? ¿Acaso no es este el David por quien danzaban, y en sus cantos decían:

«Saúl mató a sus miles;

pero David, a sus diez miles»?

Ante esto, Aquis llamó a David y dijo:

—Tan cierto como que el Señor vive, tú eres un hombre honrado y me gustaría que me acompañaras en esta campaña. Desde el día en que llegaste, no he visto nada que me haga desconfiar de ti. Pero los jefes filisteos te miran con recelo. Así que, con mis mejores deseos, vuélvete a tu casa y no hagas nada que les desagrade.

—Pero ¿qué es lo que he hecho? —reclamó David—. ¿Qué falla ha visto usted en este servidor suyo desde el día en que entré a su servicio hasta hoy? ¿Por qué no me permiten luchar contra los enemigos de mi señor el rey?

—Ya lo sé —respondió Aquis—. Para mí tú eres como un ángel de Dios. Sin embargo, los comandantes filisteos han decidido que no vayas con nosotros a la batalla. Por lo tanto, levántense mañana temprano, tú y los siervos de tu señor que vinieron contigo, y váyanse con la primera luz del día.

Así que al día siguiente David y sus hombres se levantaron temprano para regresar al país filisteo. Por su parte, los filisteos avanzaron hacia Jezrel.

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1 Samuel 30:1-31

David derrota a los amalecitas

Al tercer día David y sus hombres llegaron a Siclag, pero se encontraron con que los amalecitas habían invadido la región del Néguev y que, luego de atacar e incendiar a Siclag, habían tomado cautivos a las mujeres y a todos los que estaban allí, desde el más grande hasta el más pequeño. Sin embargo, no habían matado a nadie.

Cuando David y sus hombres llegaron, encontraron que la ciudad había sido quemada y que sus esposas, hijos e hijas habían sido llevados cautivos. David y los que estaban con él se pusieron a llorar y a gritar hasta quedarse sin fuerzas. También habían caído prisioneras dos esposas de David, la jezrelita Ajinoán y Abigaíl, la viuda de Nabal de Carmel.

David se angustió, pues la tropa hablaba de apedrearlo; y es que todos se sentían amargados por la pérdida de sus hijos e hijas. Pero cobró ánimo y puso su confianza en el Señor su Dios. Entonces dijo al sacerdote Abiatar, hijo de Ajimélec:

—Tráeme el efod.

Tan pronto como Abiatar se lo trajo, David consultó al Señor:

—¿Debo perseguir a esa banda de saqueadores? ¿Los voy a alcanzar?

—Persíguelos —respondió el Señor—. Vas a alcanzarlos y rescatarás a los cautivos.

David partió con sus seiscientos hombres hasta llegar al arroyo de Besor. Allí se quedaron rezagados doscientos hombres que estaban demasiado cansados para cruzar el arroyo. Así que David continuó la persecución con los cuatrocientos hombres restantes.

Los hombres de David se encontraron en el campo con un egipcio, y se lo llevaron a David. Le dieron de comer y de beber, y le ofrecieron una torta de higo y dos tortas de uvas pasas, pues hacía tres días y tres noches que no había comido ni bebido nada. En cuanto el egipcio comió, recobró las fuerzas.

—¿A quién perteneces? —preguntó David—. ¿De dónde vienes?

—Soy egipcio —respondió—, esclavo de un amalecita. Hace tres días caí enfermo, y mi amo me abandonó. Habíamos invadido la región sur de los quereteos, de Judá y de Caleb; también incendiamos Siclag.

—Guíanos adonde está esa banda de saqueadores —dijo David.

—Júreme usted por Dios —suplicó el egipcio—, que no me matará ni me entregará a mi amo. Con esa condición, lo llevo adonde está la banda.

El egipcio los guio hasta los amalecitas, los cuales estaban dispersos por todo el campo, comiendo, bebiendo y festejando el gran botín que habían conseguido en el territorio filisteo y en el de Judá. David los atacó al amanecer y los combatió hasta la tarde del día siguiente. Los únicos que lograron escapar fueron cuatrocientos muchachos que huyeron en sus camellos. David pudo recobrar todo lo que los amalecitas se habían robado, y también rescató a sus dos esposas. Nada les faltó del botín, ni grande ni pequeño, ni hijos ni hijas, ni ninguna otra cosa de lo que les habían quitado. David también se apoderó de todas las ovejas y vacas. La gente llevaba todo al frente y pregonaba: «¡Este es el botín de David!».

Luego David regresó al arroyo de Besor, donde se habían quedado los doscientos hombres que estaban demasiado cansados para seguirlo. Ellos salieron al encuentro de David y su gente, y David, por su parte, se acercó para saludarlos. Pero entre los que acompañaban a David había gente mala y perversa que reclamó:

—Estos no vinieron con nosotros, así que no vamos a darles nada del botín que recobramos. Que tome cada uno a su esposa y a sus hijos y que se vaya.

—No hagan eso, mis hermanos —respondió David—. Fue el Señor quien nos lo dio todo, quien nos protegió y puso en nuestras manos a esa banda de saqueadores que nos había atacado. ¿Quién va a estar de acuerdo con ustedes? Del botín participan tanto los que se quedan cuidando el bagaje como los que van a la batalla.

Aquel día David estableció ese estatuto como ley en Israel, la cual sigue vigente hasta el día de hoy.

Después de llegar a Siclag, David envió parte del botín a sus amigos que eran jefes de Judá, con este mensaje: «Aquí tienen un regalo del botín que rescatamos de los enemigos del Señor».

Recibieron ese regalo los ancianos de Betel, Ramot del Néguev, Jatir, Aroer, Sifmot, Estemoa, Racal, las ciudades de Jeramel, las ciudades quenitas de Jormá, Borasán, Atac, y Hebrón, y los ancianos de todos los lugares donde David y sus hombres habían vivido.

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1 Samuel 31:1-13

Muerte de Saúl

31:1-132S 1:4-12; 1Cr 10:1-12

Los filisteos fueron a la guerra contra Israel y los israelitas huyeron ante ellos. Muchos cayeron muertos en el monte Guilboa. Entonces los filisteos se fueron en persecución de Saúl y lograron matar a sus hijos Jonatán, Abinadab y Malquisúa. La batalla se intensificó contra Saúl y los arqueros lo alcanzaron con sus flechas. Al verse gravemente herido, Saúl dijo a su escudero: «Saca la espada y mátame, no sea que esos incircuncisos me atraviesen cuando lleguen y se burlen de mí».

Pero el escudero estaba tan asustado que no quiso hacerlo, de modo que Saúl mismo tomó su espada y se dejó caer sobre ella. Cuando el escudero vio que Saúl caía muerto, también él se arrojó sobre su propia espada y murió con él. Así, en un mismo día murieron Saúl, sus tres hijos, su escudero y todos sus hombres.

Cuando los israelitas que vivían al otro lado del valle y del Jordán vieron que el ejército de Israel había huido, y que Saúl y sus hijos habían muerto, también ellos abandonaron sus ciudades y se dieron a la fuga. Así fue como los filisteos las ocuparon.

Al otro día, cuando los filisteos llegaron para despojar a los cadáveres, encontraron muertos a Saúl y a sus tres hijos en el monte Guilboa. Entonces lo decapitaron, le quitaron las armas, y enviaron mensajeros por todo el país filisteo para que proclamaran la noticia en el templo de sus ídolos y ante todo el pueblo. Después colocaron sus armas en el templo de la diosa Astarté, y su cadáver lo colgaron en el muro de Betseán.

Cuando los habitantes de Jabés de Galaad se enteraron de lo que habían hecho los filisteos con Saúl, los más valientes de ellos caminaron toda la noche hacia Betseán, tomaron los cuerpos de Saúl y de sus hijos y, luego de bajarlos del muro, regresaron a Jabés. Allí los incineraron y luego tomaron los huesos y los enterraron a la sombra del tamarisco de Jabés. Después de eso guardaron siete días de ayuno.

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